Antes de finalizar el siglo XIX el físico alemán Heinrich Hertz descubrió la forma de producir y transmitir ondas electromagnéticas. Cuando un periodista le consultó para que serviría su descubrimiento él respondió: “para nada”.

Aún asumiendo que la ciencia es autónoma y que no debería estar el servicio de otra cosa más que de su propio saber, resulta que esta capacidad del hombre de producir conocimiento se da en el seno de una sociedad atravesada por muchos factores económicos, culturales, políticos y sociales.

Es aquí donde queremos bucear en esta trigésima deriva, en estas relaciones que se dan implícita y explícitamente entre la ciencia y la sociedad en la que se produce y reproduce.

¿Hubiera sido posible el desarrollo del capitalismo sin la ciencia moderna? ¿Se encuentra hoy la producción de conocimientos sólo al servicio del capital?

Este entramado actual en el que se produce hoy el saber, ¿tiene alguna capacidad de transformación o sólo está destinada a reproducirse? ¿Toda invención científico/tecnológica hoy está destinada a la reproducción del capitalismo o puede habilitar también tensiones transformadoras?

¿Quién financia hoy la producción de ese conocimiento? ¿Quién lo debería hacer? Si apuntamos hacia una dinámica distinta, en la que las decisiones sobre los asuntos de la vida social sean tomadas colectivamente por la población, ¿cómo se determinaría dónde se pone el esfuerzo colectivo para investigar? ¿Lo dejaríamos librado a la autonomía de los científicos? Lo mismo con la aplicación de los conocimientos, es decir con la tecnología, ¿hasta dónde estaríamos dispuestos como sociedad organizada sin representantes a delegar esas decisiones? ¿Sería preciso limitar el desarrollo científico en virtud de asuntos éticos, económicos o políticos distintos a los actuales pero igualmente restrictivos?

De los laboratorios a la vida colectiva, arrancamos la trigésima Deriva, con la misma sensación de estar al borde del naufragio pero con el trabajo puesto en la llegada a buen puerto.

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