Si las asambleas tienen la potencia de marcar alguna diferencia respecto a otras formas de abordar las decisiones colectivas es porque pueden dar lugar a una dinámica horizontal en la circulación de la palabra y, a partir de ahí, habilitar el encuentro de múltiples miradas capaces de decidir en conjunto.
En este contexto, la horizontalidad se nos presenta como una clave para que una asamblea aspire a ser algo más que un eufemismo ante las formas verticales de abordar las decisiones colectivas.
Obervamos, además, que aquellas experiencias que abandonaron su conformación y prácticas horizontales para volcarse a una estructura más vertical han ido, más causal que casualmente, abandandonando también sus aspiraciones por una política emancipativa, autonoma e igualitaria.
Por otra parte, vemos una militancia de la horizontalidad como fin en sí mismo, lo que llamamos horizontalismo, y es aquí donde nos sentimos interpelados:
¿Es la horizontalidad una afirmación propositiva o es la negación de la verticalidad? ¿Organizarnos de forma horizontal nos alcanza?
En nuestro programa número doce nos inquieta indagar acerca de la relación que hay o pudiera haber entre la horizontalidad y el horizontalismo. ¿Son acaso lo mismo? ¿Es el horizontalismo una cuestión política? ¿Lo es la horizontalidad por sí misma?
Nos preguntamos también si los espacios asamblearios encuentran dificultades ante una demanda sistemática de horizontalidad o, por el contrario, si es esa demanda la que los fortalece ¿Es la horizontalidad, como consideran sus detractores, un obstáculo para la resolución de conflictos o para la toma de decisiones?
Así como el pensamiento revolucionario clásico hallaba en las relaciones laborales y en el trabajo mismo la base necesaria de cualquier proceso emancipativo, el quiebre que en el siglo XX se produjo, y que a partir de 2001 se instaló en las nuevas experiencias de nuestro país, dio lugar a una nueva condición: sin partidos ni sindicatos.
Las nuevas experiencias se han focalizado en distintos aspectos de la vida social: cuestiones de género, étnicas, territoriales, ecológicas, médicas, alimentarias, etc. han pasado a primer plano. ¿Qué lugar ocupa el trabajo en esta constelación? ¿Qué es lo que puede hacerse ante la conflictividad laboral partiendo de aquella premisa?
Para abrir esta cuestión hemos pensado el programa de hoy. ¿Puede afrontarse la conflictividad laboral sin alguna clase de organización de los trabajadores? ¿Cualquier organización de trabajadores sería sindical? ¿Qué es lo que rechaza la premisa de organizarnos “sin sindicatos”?
Hoy queremos preguntamos cómo pueden abordarse las cuestiones laborales sin reproducir aquellas formas políticas como la representación y consiguiendo algún efecto en relación a los conflictos que aparecen. ¿Qué características serían necesarias para organizaciones así? ¿Hay algo de lo político que intervenga en esto, o se trata únicamente de cuestiones económicas?
Con las experiencias al hombro y los problemas por delante, intentaremos otra vez abrir el diálogo pensando juntos, Después de la Deriva.
¿Cómo ignorar el carácter político que hay potencialmente en cualquier asamblea? La reunión de los cualquiera que toman la palabra y deciden por si dándose sus propias reglas es sin dudas un germen de lo político, a tal punto que en la historia mundial reciente el momento asambleario estuvo involucrado en la mayoría de las revueltas de los pueblos.
Pero no todo es color de rosa. En un hecho asambleario encontramos, como en cualquier hecho político, límites, variaciones, incertidumbres y por qué no, también, grandes errores y malas decisiones.
Inmediatamente notamos que hay cuestiones de forma que caracterizan a las asambleas populares que no estarían presentes en otras instancias asamblearias (ya sea en sindicatos, centros de estudiantes o el mismo Congreso de la Nación que es la asamblea de nuestros representantes).
Las asambleas populares no se ven necesariamente constreñidas por un armazón legal de hierro que organiza sus funcionamientos sino que abren la posibilidad de pensar-hacer sus propias formas en función de necesidades concretas y objetivos particulares en situaciones diversas.
Ahora bien, el considerar la forma por encima del contenido o al menos al margen del contenido y del contexto particular de cada asamblea nos puede llevar a un problema donde la formalidad obstruye la emergencia de nuevas posibilidades.
La asamblea no es sólo la toma de la palabra sino la articulación conjunta de un nuevo enunciado y acto político. Además de producir el cambio subjetivo (que es notorio en quienes han atravesado largos procesos asamblearios) se plantea el problema de la eficacia política a la hora de interpelar al “otro poder”, con sus policías, sus fiscales, sus punteros, sus periodistas, sus diputados y toda su maquinaria discursiva y legal.
Aquí es donde encontramos uno de los puntos de detención de muchos procesos asamblearios. ¿Cómo trasladar la potencia de las decisiones e incidir en el afuera? ¿cómo lograr la capacidad de modificar la situación en la que se encuentra localizada? ¿cómo evitar que la pureza de las formas licúe los contenidos sin por eso renunciar a la libre e igualitaria circulación de la palabra?
Creemos que éstas no son cuestiones generales que puedan tener una solución mágica para todos los casos, sino que involucran también el plano de la creatividad a la hora de elegir estrategias creativas y sostener su funcionamiento en ideas nuevas y propósitos que excedan el marco local donde la asamblea surge o se convoca, así como sus objetivos y necesidades inmediatas.
Por eso hoy queremos poner a consideración estos problemas, explorar las potencias y los límites de lo asambleario y, tal vez, dejar alguna idea que tuerza el punto de vista, condense y ayude a pensar estas inquietudes desde sus posibles causas y abrir así el campo para nuevas consecuencias políticas.
El panorama político actual se nos hace complejo. Por una parte, los discursos de la gestión, que encarnan la idea de que la representación es el sentido mismo de la política, despliegan todos los artefactos pre-electorales para inventar alternativas dentro de su mismo núcleo de sentido: con intereses más o menos comunes, con proyectos más o menos convergentes, todos insisten en que la institucionalidad democrática es la única alternativa que tenemos al horror, y que ante eso debemos fidelizarnos con lo menos malo, esto es, con un Estado de derecho en el que los representantes decidan cómo habrán de gestionar los intereses del capitalismo.
Pero ese mercado electoral no es lo único que hay en el panorama político actual. A distancia de ese territorio de la representación que se pretende completo y suficiente, por fuera de su agenda, hay también aquella miríada de experiencias que hemos referido ya en programas anteriores, aquellas aventuras donde se ponen en juego apuestas por maneras diferentes de abordar los vínculos sociales y por modos de resistir, combatir, subvertir o abolir de hecho y de derecho el lazo social dominante.
Este panorama, con toda su complejidad, es impensable sin un antecedente que nos resulta aún inasible, y que precisamente por eso nos proponemos, esta noche, traerlo al programa. Se trata de un personaje de mil rostros, de una serie indeterminada de fenómenos cuyo origen y cuyo destino se nos hacen indescifrables, o acaso inexistentes. A ese complejo entramado de experiencias y de ideas nos referimos con el nombre 2001.
En este sentido, 2001 no es una fecha, sino un proceso que pivotea en el estallido de diciembre pero se extiende hacia atrás y hacia adelante. E, incluso, hacia los costados. 2001 es la desazón ante la devastación social y económica y es también la esperanza de la puesta en acto de múltiples sectores de la sociedad desoyendo las prerrogativas hegemónicas de su época; es la crisis, la ruptura, la esperanza y la frustración. Es la libertad y la desorientación, la asamblea y el desconcierto, la manipulación y su incapacidad ante el exceso. 2001 es, en cierto modo, devastación, rebelión y después.
Si omitiéramos 2001 en la lectura del panorama político actual, nos faltaría una clave en relación a los procesos de restauración, a la configuración de un esquema de gobierno empresarial que presume “no venir de la política” y su partenaire, el discurso del “regreso de la política”. Nos faltaría una clave para entender por qué las estructuras sindicales y partidarias hacen tanto esfuerzo por reconducir hacia su interior al activismo social, económico o político. Pero, lo que es aún más importante, nos faltaría una clave para pensar la multiplicidad de experiencia e las ideas que pueblan la política y lo que han traído como novedad, aquello que hoy inspira las apuestas transformadoras de la sociedad a distancia de “las viejas prácticas políticas”, por fuera de las lógicas de Estado, de la representación y de las diversas formas de dominación y control.
2001 es, entonces, el nombre de un problema cuyas consecuencias aún están por verse. Es la marca de una deriva en la que, a pesar de todo, existe la esperanza de un después al que nosotros pensamos que bien vale ponerle el cuerpo. Esta noche intentaremos, entonces, preguntarnos acerca de qué es lo que hay ahí, en esa chistera de mago, en ese recipiente sin fondo que nombramos 2001.
Quienes apostamos a formas políticas que promuevan algún tipo de cambio radical, necesitamos de lo colectivo.
Puede parecer una obviedad pero lo hegemónico en la sociedad empuja para otro lado: a quedarse en casa, al cuidado individual, al descanso en la líder heroica, a la resignación solitaria, a la crítica desde el páramo.
Pero lo colectivo se construye; sus modelos no vienen dados, y es necesario preguntarnos acerca de qué organiza una organización, de qué modo esa conjunción de personas reunidas en determinadas prácticas es capaz de agitar el tablero de lo establecido.
Quienes vamos contra los dominios buscamos pautas acordes en nuestros dispositivos de organización o en nuestros grupos, también en aquellos lugares donde habitamos en multiplicidad; y así vamos con nuestros pocos granos de arena a querer transformar la montaña.
Intentaremos abordar el tema en la intersección entre lo particular y lo general; la organización como subjetividades en acción común, la organización como dispositivo y canal de acción, pensamiento, movimiento.
Sabemos que no queremos distancias contradictorias entre discurso y acción. La lucha contra las formas instituidas nos obliga a pensar la organización para desplegarnos en relación a alguna potencia solidaria común, capaz de combatir el actual estado de cosas, que nos otorgue herramientas para combatir lo hegemónico.
A veces pareciera que un mandato de la organización autónoma es estar siempre en movimiento para evitar la totalización y en ese ejercicio también se atomizan muchos cauces posibles de reflexión y de acción.
La organización colectiva puede canalizar nuestros deseos, construir y potenciar nuestros saberes, anticipar algunas formas y antagonizar con otras. También puede servir de cohesión para que las luchas no se licúen ni desgranen en la identidad de quien las lleva adelante. Sabemos que nada de esto es fácil. Los obstáculos y las carencias aparecen una y otra vez.
De estas cuestiones queremos hablar hoy: de los modos de organizarnos, de las posibilidades de construir a distancia del Estado, de sus implicancias, de las diferencias entre los carriles de los espacios independientes frente a los espacios bajo la órbita estatal como son la educación, la salud, lo social; queremos hablar del margen de operación o confrontación que hallamos. De las tensiones y dificultades para persistir, derramar o difundir aquellas cosas que hacemos y pensamos.