A pesar de que cada vez parece ser más claro que las formas de habitar el mundo que anhelamos están lejos de las ciudades, muches aún no decidimos dar el paso hacia zonas menos pobladas.
Las ciudades se nos presentan como espacios hostiles, habitadas por individuos donde la máxima expresión de comunidad se reduce a la institución familiar, donde la única forma de tener alimentos es yendo al supermercado.
A contrapelo de este modelo, que tiene su grado de certeza, algunas experiencias crecen y se gestan en las urbes más pobladas de los países, como el caso del colectivo El Reciclador en la Ciudad de Buenos Aires que desafía todos los prejuicios anteriores.
Si otras prácticas como las Bibliotecas Al Paso que ya visitamos en Después de la Deriva nos demostraron que en las metrópolis se puede construir comunidad más allá de las paredes de la propia casa, y pensar y hacer con vecines sin depender de nada ni de nadie más que del propio colectivo; el Reciclador viene a demostrar que se puede producir alimentos naturales y de cercanía en las calles de cualquier barrio porteño.
La idea, que enunciada parece imposible, es el motor de la actividad de este colectivo que ha construido huertas comunitarias en veredas, verdades espacios de encuentro, intercambio y autonomía que les han llevado a poder resistir incluso intentos de desalojo.
Pensar que puede existir un hacer urbano bajo estas premisas es sin duda una bocanada de aire para quienes habitamos las ciudades y soñamos con otros modo de vivir.

 

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