Nuevas cremas, nuevos vinos, nuevos sistemas, nuevos estilos: la revolución es una nota de impacto en etiquetas y folletos, acompaña a las marcas en su aventura por la generación de demanda, es el nombre de la promesa de cambio novedoso, un recurso de identidad corporativa para el comercio capitalista.
¿Qué ocurre por fuera del marketing? ¿Qué es lo que escuchamos detrás de la palabra revolución en estos tiempos en que la gestión se impone como ideología dominante y convierte todo lo pensable en mercancía?
A punto de cumplirse 100 años de los sucesos de octubre de 1917 en Rusia, del nacimiento de la Unión Soviética, nos preguntamos esta noche acerca de la significación de esa palabra en la actualidad. ¿Es la revolución un asunto político? ¿Es un término clásico, abandonado por las ideas sociales y políticas contemporáneas? ¿Implica la revolución, acaso, una totalidad incompatible con las miradas políticas autónomas? ¿Es pensable una revolución sin la toma del poder?
¿Es la revolución una idea totalitaria, nacida de un pensamiento hegemónico incapaz de dar cuenta de la diversidad en el seno de la vida social? ¿Qué relación puede haber entre revolución y autonomía? ¿Hubo experiencias revolucionarias distintas a las que dieron lugar al llamado socialismo realmente existente?
Desde la más elemental atención sobre el sentido de las palabras, se nos hace difícil incorporar en una misma serie la revolución francesa, la revolución rusa, la revolución española o las autoproclamadas revolución ciudadana o revolución boivariana, como nombres emblemáticos de los procesos latinoamericanos que inauguraron el siglo XXI. ¿Por qué resulta útil, por ejemplo, nombrar una revolución de la alegría en esta sociedad que pareciera haber abandonado cualquier atisbo de radicalidad?
Repletos de preguntas, muñidos de algunas afirmaciones, inquietos ante la dificultad de asir una idea tan compleja y tan resignificada, abordamos nuestra vigésima segunda deriva en este mar incierto.