Los términos locales y globales en los que durante los últimos días se dio parte del intercambio público acerca de lo que nos pasa entre virus y cuarentenas, intentaron buscar alguna coordenada firme y simple. En esa búsqueda, fue la palabra “angustia” una de las más renombradas, acaso como una forma más de seguir usando asuntos humanos como medios y no como fines.

Profesionales, gobernantes, empresarios, se fueron alternando para acudir a una única dimensión de nuestro vivir cotidiano, a un único estado de nuestro vivir, un único sentir. En mayor o menor medida, los diferentes miedos fueron señalados como parte de intentos de justificaciones más generales. Y entre “cómo no sentir eso” y el “cómo sentirlo cuando” se nos fueron dando opciones para transitarnos, como si acaso de eso se tratara.

Pero más allá de los términos utilizados, quizás lo más destacable sea el intento de unidimensionar lo que estamos viviendo y sintiendo. Por un lado, por la obvia cuestión de una diversidad de experiencias y posibilidades que ha quedado inevitablemente en evidencia a lo largo de nuestros territorios. Pero además, por lo absurdo de una búsqueda que asume claridad inequívoca en cada vivir.

Y habrá que volver a lo obvio: la complejidad de nuestras experiencias, sentires y vínculos, nos conduce a una indeterminación que no sabe de fáciles adjetivos. Lo homogéneo y lo simple sólo parecen ser formas de no asumir que siempre hay oscuridades y que es mucho lo que desconocemos de ahí afuera y también de aquí adentro.

En este programa 146 de Después de la Deriva nos asomamos a dos historias, dos experiencias que no saben de unidimensionalidades. Las miradas de Miguel Benasayag y de Juan Quintero buscan no tanto ser espejos, sino apenas el reconocimiento de mundos que habitan este mundo: Mundos con zonas indeterminadas, hacia adentro y hacia afuera, que se retraen y abrazan, que buscan el silencio y la voz. De mundos que aún cuando pisen sinuosas grietas, van siendo.

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